Desde el Ventisquero de la Condesa, a 2200 metros de altitud en la Sierra de Guadarrama, el Manzanares desciende entre prados y dehesas hasta la ciudad de Madrid, para desembocar poco después en el Jarama. No es muy caudaloso –«arroyo aprendiz de río» se burlaba de él Quevedo–, pero en sus 92 kilómetros atraviesa el Monte del Pardo, la Ciudad Universitaria, deja a un lado los palacios de la Zarzuela y la Moncloa, baña los cimientos de la Catedral de la Almudena y el Cementerio de San Isidro, coquetea con la M-30 como si fuera un amante y se abraza a algunos de los centros culturales y deportivos más activos en la actualidad, me refiero al Matadero y la Caja Mágica. Si alguien nos pidiera que en un día le explicáramos cómo es este país, sin dudarlo yo le llevaría a dar un paseo por sus orillas. En este post nos acercamos a visitar los jardines que crecen en sus márgenes y que han sido (o son) escenarios discretos –a veces secretos– de nuestra historia. Por Ignacio Vleming.
Seamos sinceros, sin el Manzanares la corte jamás se habría asentado en Madrid. No tanto porque el río riegue abundantemente la villa, sino porque en su entorno crecen algunos de los bosques con más riqueza cinegética de España. Ya a principios del siglo XV a Enrique III de Castilla le gustaba perderse por el Monte del Pardo y desde el siglo XVI fue el cazadero favorito de los Austrias y luego de los Borbones. En este entorno pueden visitarse el palacio y también algunos de sus jardines históricos.
En la misma ribera, junto a la Casita del Príncipe –construida por Juan de Villanueva para Carlos IV– hay uno formado por varios parterres de estilo neoclásico y fuentes de granito, que comunican el pequeño casino al que se retiraba el hijo del rey con las aguas frescas que vienen de la sierra. Tiene mucho encanto el cercano azud, una presilla que servía para asegurar el riego de las acequias. Más espectacular resulta la Quinta del Duque del Arco, que sin embargo fue levantada 100 años antes por un íntimo amigo de Felipe V. Su dueño tuvo el privilegio de contar con una finca propia en el Real Sitio, algo que se concedía a muy pocos cortesanos. Hoy es un fantástico conjunto barroco en el que las fuentes, las exedras, dos grandes secuoyas rojas, una glicinia, una gruta y una gran cascada de mascarones dialogan con los olivares.
Según corren las aguas del Manzanares hacia el sur, así van pasando los siglos, pero antes de llegar a la actualidad, todavía nos encontramos con dos ejemplos más de la jardinería barroca a la entrada de la Casa de Campo. Del Reservado, a espaldas del Palacete de los Vargas, podemos visitar sólo una parte, donde se alza un majestuoso cedro del Himalaya de 150 años. La faisanera y las grutas se están restaurando para abrirlas al público.
La Huerta de la Partida es hoy un parque moderno que evoca de manera simbólica su pasado agrícola. No fue exactamente un lugar de recreo, aunque como hemos visto en la Quinta del Duque de Arco la producción alimentaria compartía en muchas ocasiones el mismo espacio que la jardinería. Un pozo de piedra, el trazado del curso del arroyo Meaques –que ahora discurre en este tramo bajo tierra hasta desembocar en el Manzanares–, los almendros, perales, membrillos, ciruelos, nogales, manzanos, olivos e higueras son testimonio de la vega fértil que fue.
Desde el mirador del Huerto de la Partida vemos el Palacio Real y el Campo del Moro, que debe su nombre al caudillo musulmán Alí Ben Yusuf, conocido por tratar de reconquistar la ciudad a los cristianos en 1109. Aunque a los largo de los siglos se sucedieron varios proyectos para convertir en jardines el terraplén que separaba el antiguo alcázar del río, no fue posible llevarlos a cabo hasta el siglo XIX.
Durante el reinado de Isabel II, Narciso Pascual y Colomer, autor del Congreso de los Diputados, presentó un diseño que finalmente se haría con las modificaciones de Ramón Oliva a finales de la centuria. En el eje central está la fuente de las Conchas, esculpida a partir de un dibujo de Ventura Rodríguez y traída del Palacio del Infante Don Luis en Boadilla del Monte. De un poco más lejos viene la de Los Tritones, ubicada en un paseo transversal y que antes adornaba el jardín de la Isla, a las orillas del Tajo en Aranjuez.
Pero es sin duda la zona más salvaje, donde los claros se alternan con arboledas umbrías, la más sorprendente del Campo del Moro, escenario muy característico del Madrid romántico. Aquí se suceden los caprichos arquitectónicos, como un chalé hecho de corcho y otro de estilo tirolés y las perspectivas pintorescas del Palacio Real, siempre contemplándonos desde lo alto.
Seguimos el curso por Madrid Río, 120 hectáreas de zonas verdes que surgieron gracias al soterramiento de la M-30 entre 2003 y 2007. Las obras sacaron a la luz un colmillo de mamut de tres metros y medio de largo, del que puede verse una réplica en el Museo de San Isidro, entre otros restos aparecidos en las llamadas terrazas del Manzanares, uno de las áreas paleontológicas más ricas de Europa, y también rescataron para muchos madrileños un patrimonio artístico que durante años había estado encorsetado por el tráfico de la autovía de circunvalación.
Los puentes de Segovia y de Toledo, obra de Juan de Herrara y Pedro de Ribera respectivamente, o de este último la Ermita de la Virgen del Puerto, con su castizo chapitel de pizarra, o el organicista Centro Hidrográfico Nacional de Miguel Fisac son sólo algunos de los ejemplos más sobresalientes de este peculiar paisaje urbano que hoy conecta la ciudad con la naturaleza. El llamado Salón de Pinos ocupa buena parte de la margen izquierda, a la derecha, en torno al puente del arquitecto francés Dominique Perrault, está el parque de la Arganzuela, inaugurado en 1969 junto al Paseo de Yeserías. Aquí se alza un obelisco mandado construir por Fernando VII en honor a su hija, la futura Isabel II, y también un almez de impresionante porte que fue protegido por los vecinos durante la construcción de los túneles. Hoy forma parte del catálogo de árboles singulares de la Comunidad de Madrid.
Más adelante nos encontramos con el Invernadero de la Arganzuela y el centro cultural Matadero Madrid, y poco después comienza el Parque Lineal del Manzanares. El primer tramo fue diseñado por Ricardo Bofill, en un precioso ejercicio de paisajismo posmoderno que entremezcla elementos clásicos, como un teatro de inspiración griega o los paseos emparrados, con otros más modernos, fuentes y pasarelas de madera y de metal. Para quienes venimos siguiendo al río resulta emocionante verlo otra vez libre entre los árboles.
En este entorno semiartificial se combinan varios tipos de verdes, el del olivo, el césped, el ciprés o el álamo. El cerro de la atalaya, desde que el que se tiene una preciosa vista de toda la ciudad, está coronado por la escultura de una cabeza gigante de Manolo Valdés, titulada La dama del Manzanares.
Los siguientes tramos del parque lineal están mínimamente urbanizados con un carril bici que avanza en paralelo por el distrito de Villaverde. Es una zona en la que paso a paso se percibe como va desapareciendo la ciudad que deja paso a la naturaleza, pero a una naturaleza muy diferente a la del monte del Pardo.
Ahora nos rodean los campos labranza en el amplio horizonte de la meseta. A lo largo de este recorrido nos han acompañado el martín pescador, el ánade o la garza real, entre otras muchas aves que pueblan las riberas. También hemos visto, refugiados en estos jardines, a príncipes de Asturias y reinas de España, a políticos y artistas, que hacen de estos 92 km uno de los mejores resúmenes de nuestra historia.
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